Los Detalles que Marcan la Diferencia: Un Tributo a la Estatua de la Libertad
En una celebración en París a fines de 1865, el escultor Fréderic Auguste Bartholdi y su anfitrión Edouard-Renee de Laboulaye concibieron la idea de regalar a Estados Unidos un monumento para su centenario en 1876. En 1871, Bartholdi visitó América en busca de inspiración y apoyo. Antes de que su barco llegara al puerto de Nueva York, ya había concebido bocetos para una estatua colosal de más de 90 metros de altura.
La innovación clave del maestro francés fue la creación de un «caparazón» de finas placas alrededor de una estructura de acero robusto para darle vida a la obra de casi 225 toneladas. El equipo de Bartholdi trabajó más de 300 hojas de cobre a mano para completar el caparazón, mientras que la estructura interna fue supervisada por Alexandre Gustav Eiffel, futuro constructor de la Torre Eiffel de París.
Hoy, al volar sobre la Estatua de la Libertad, se pueden apreciar con asombro los detalles de la obra de Bartholdi. Cada mechón, cada rizo del pelo en la parte superior de la cabeza, fue tallado y pulido por artesanos con el mismo esmero que el resto del cuerpo y la vestimenta.
Sin embargo, cuando Bartholdi terminó la construcción de la base en 1884, faltaban aún nueve años para que se inventara el avión. Con la creencia de que nadie vería la parte superior de su estatua, decidió no tallar y pulir cuidadosamente la parte más alta del monumento.
Este gesto aparentemente innecesario revela la dedicación de alguien perfeccionista, con orgullo en su trabajo y creencia en la excelencia. Son estos «pequeños grandes» detalles, con más frecuencia de la imaginada, los que marcan la diferencia entre lo mediocre y lo excelente, entre el éxito y el fracaso.
A pesar de la devastación que sufrió la ciudad de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, la obra de Bartholdi, ubicada a pocos metros del desastre, continúa enseñándonos sobre la excelencia en la construcción y el derecho inherente a la libertad que todos los seres humanos comparten.