La Parábola del Poste Inamovible

La Parábola del Poste Inamovible. Imagine, si se quiere, una anécdota que quizás le resulte familiar, o tal vez haya sido testigo de tal situación en algún punto de su vida: Un conductor, en un día cualquiera, regresa a su vehículo, estacionado con precisión junto al bordillo de una calle cualquiera de la ciudad. Con un gesto mecánico, coloca la llave en el encendido, enciende el motor y con un movimiento casi inconsciente, selecciona la marcha atrás. No obstante, su maniobra se ve abruptamente interrumpida por un sólido poste, que surge como un centinela solitario en su camino. La reacción inmediata del sorprendido conductor es un rápido giro de cabeza, un escaneo involuntario para verificar si ha habido testigos de su pequeña tragedia. Y allí, en la penumbra de su vergüenza, aflora una sonrisa torcida, una muda disculpa lanzada al viento, pues en el fondo sabe que la responsabilidad recae sobre sus hombros.

Después de un suspiro pesado, sale del auto y examina con detalle tanto el daño infligido a su automóvil como al poste, que se mantiene firme e imperturbable. Un murmullo, mitad incredulidad, mitad autoconsuelo, se escapa de entre sus labios: «Estúpido poste». No en su mente, sino en el inmutable concreto, busca encontrar al verdadero villano de esta historia. En su corazón no hay espacio para la autocrítica; en su lugar, germina la semilla del resentimiento hacia el objeto inanimado y, más aún, hacia la entidad desconocida, aquel funcionario municipal carente de juicio que decidió ubicar ese poste en ese punto preciso, su personal némesis.

En el otro extremo del espectro, habita aquel individuo que cosecha sabiduría de cada revés. Este, en lugar de externalizar la culpa, se sumerge en una introspección profunda, inquiriendo con genuino interés: «¿Dónde me equivoqué?». A diferencia de su contraparte, este ser recolecta las perlas de la experiencia, reconociendo en cada error una oportunidad para mejorar, en lugar de buscar un chivo expiatorio al que cargarle el peso de sus desaciertos.

Podríamos visualizar, en una suerte de sátira cósmica, el edén de los mediocres, plagado de postes de todo calibre y diseño, cada uno con una placa que lleva inscritas las excusas de los fallos acaecidos, un bosque de pretextos para aquellos reacios a asumir responsabilidades.

Y es que en el vasto teatro de la vida humana, el fracaso puede vestirse de mil disfraces, puede adornarse con mil y una razones que eximen al individuo de toda culpa. Mas el éxito, ese estado anhelado y a menudo esquivo, no necesita abogados que lo defiendan ni palabras que lo expliquen. La victoria se justifica por sí misma, brillante e indomable, como un faro que no requiere de explicaciones para iluminar el camino. El éxito, a diferencia de un simple poste en la carretera de la vida, no es un objeto estático, sino un proceso dinámico, un viaje que se emprende con la convicción de que cada paso, cada decisión y cada vuelta del volante es un trazo que delineamos con nuestra propia mano en el mapa de nuestro destino.